martes, 17 de agosto de 2010

La naturaleza y el misticismo panteísta en TRANSPARENCIAS de José María Gahona. Por Ricardo Musse Carrasco

La estructura formal de “Transparencias” se vertebra a partir de cuatro ejes temáticos:

1. Elegías a la madre (cinco poemas): Con minimalismo expresivo y compositivo (constreñido a su máxima expresión, pues no pasan de ocho versos los poemas) se testimonia, con piadosa gratitud, la atribulada –pero purificadora- figura de la madre.

2. La nave de esteras (trece poemas): Con una factura compositiva más dilatada esta sección del poemario es la que –magistralmente transfigurada- atesora una clara postura ideológica, puesto que aquí se patentiza la sociopoética de la mirada artística.

3. Transparencias (quince poemas): Una concepción ambientalista sostiene estas realizaciones poéticas: La flora y la fauna de la región, infundidas por una especie de gracia verbal, configuran unos ecosistemas textuales que despliegan un bucólico misticismo donde la naturaleza es concebida como el ser absoluto, la sustancia infinita y causa de sí misma. Para José María Gahona, siguiendo el ateísmo spinoziano, la naturaleza es eterna e infinita, es causa, efecto, esencia y existencia (1).

4. Gaviota de un solo verano (catorce poemas): Es la pieza poética consagrada a la amada, a esa mujer de altos ideales que se le desbordan amorosamente los geranios de sus manos francas: Esa parte que, gozosamente, emergida de nuestro ser –en la era de los latidos primordiales-, amándonos, curándonos y purificándonos; se restituye a sí misma esa bendita plenitud, cuando la primavera nos atraviesa a los dos –para no irse jamás- nuestra bienaventurada alma.

El libro posee, además, un preámbulo y un colofón: En el primero, se condensa –con verbal modestia- la concepción estética, que es retomada en los poemas de las páginas 27, 28, 29, 41 y 65 (puntualmente en el verso diez). Y se cierra con ese inconfundible misticismo panteísta que fluye por todo el ecosistémico cuerpo del poemario, donde la naturaleza es esa deificada totalidad hacia la cual retorna, finalmente, la voz enunciadora.

El enunciador del acto verbal –casi en la totalidad de los poemas- es un sujeto ficcional monocorde, esto es, un Yo que se apropia sólo él (aunque a veces se pluralice) de la enunciación: Una lírica omnisciencia que, omnipotente y portentosamente, va creando un delineado universo y cuya rígida personalidad no se desdobla, ni –muchos menos- se aliena despersonalizándose o que –aunque sea momentáneamente-, cediéndole la enunciación a otras voces (heteronimias diversas), se disgregue, haciéndose entonces tan difusa dicha enunciación que no se sabría, a ciencia cierta, quién está engendrando las realidades textuales.

Dentro de la poesía actual lo metaliterario es un ejercicio casi obligatorio: Es decir, hacer que la misma Poesía reflexione sobre sí misma, preguntarse ella misma para qué sirve y el ser consciente de su progresiva configuración formal a medida que va desbordando sus sustancias sobre el cuerpo textual; esta modalidad metaliteria no la encontramos en “Transparencias”. Lo que sí hallamos es un Arte Poética donde el poeta entra en profundización con su experiencia verbal (empero, no siendo la voz de la Poesía la que habla sino un omnisciente portavoz) que proclama que la literatura no es enigmáticamente inasible ni –de ninguna manera- metafísica, sino concreta, pues el canto es de arcilla y un festín vital y dialéctico que se explica partiendo del mundo mismo, ya que la poesía es un papel de aguas azules donde bajamos con la única piel que venimos al mundo.

Entonces por qué (esto me lo he preguntado siempre) la poesía de José María Gahona es un hito ya modélico dentro de la tradición literaria piurana -y peruana, ciertamente-, puesto que en su corpus poético hay un vaciamiento de referencias cultistas, de intertextualidades, recreaciones paródicas y ensamblajes experimentales; entre otras elaboradas técnicas. Estimo que por dos motivos. El primero: El enunciador acopia para su código –para luego construir sus reveladores enunciados- referentes escarnecidos y desechados por el imaginario social. Objetos envilecidos porque simplemente no confieren dignidad valorativa el poseerlos ni –de ningún modo- hablar de ellos en nuestras interlocuciones sociales, puesto que nos ensuciarían –delatando, además, nuestras vulgares identidades-, sin posibilidad entonces de situarnos en los pulcrísimos estamentos sociales. En este sentido, el enunciador a estos cachivaches verbales, rescatándolos de su inminente inutilidad -cual ropavejero que redime estos significantes inservibles y oprobiosos para muchos- les asigna un insospechado valor, suscitando un descentramiento discursivo; propiciando –entonces- que los discursos hegemónicos sean percudidos –axiológicamente- por estas enunciaciones periféricas. Y, además, por esa primigenia manera –casi infantil- (segundo motivo) de enunciar su universo, engendrándolo con una diáfana visión que purifica y transparenta –verbalmente- todo; con una tonalidad virginal que hace resucitar, en el lector, un atavismo espiritual (a contrapelo de su panteísmo materialista) remotamente anidado –desde siempre- en la profundidad de nuestra ontología.

Otras aristas estilísticas que bien podrían abordarse en la poesía de José María Gahona son el influjo oquendiano (poemas de las páginas 55 y 62), las referencias bíblicas subyacentes en algunos versos (páginas 33 y 66) y sus humildes neologismos (saucerrío, guayabocorazón y blancorear). Por lo que invito a los interesados a escudriñarlas con novísimas herramientas teóricas, a fin de plenificar este abordaje crítico de su ya sempiterna y panteísta –en nuestros elegíacos corazones- obra literaria.


(1) Doctrina materialista del siglo XVII formulada por Benito o Baruch de Spinoza (1632-1677), nacido en Ámsterdam en una familia judía acomodada.

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