domingo, 5 de diciembre de 2010

Al otro lado de la navidad. Por Stanley Vega

Una vez más diciembre ha llegado y la nostalgia lentamente se mete bajo la camisa, oprimiendo el pecho. No hay lugar donde los villancicos dejen de entremezclarse con el aire citadino. El ruido de radios y televisores se multiplican en casas, barrios, en la ciudad entera. Innumerables luces de colores que se apagan y encienden cuelgan en ventanas y árboles. El mes de la navidad ha llegado y el agónico aire de la primavera me ha lanzado una fría gota de lluvia que acaba hundiéndose en el alma.

No es que quiera ser egoísta pero diciembre debería pasar rápido o en el mejor de los casos lo primero que debo hacer a estas alturas es proveerme cuanto antes de una buena dosis de somníferos. Y pasar el mes durmiendo. Sin sentir el menor agobio.

Pero no siempre la llegada de navidad me causó este tipo de aflicción. Todo lo contrario, era una de las fechas que con más ansiedad esperaba. Y claro, fue la época en que era niño y creía que la vida era una duradera candelilla iluminada por chispitas.

Recuerdo que durante los primeros días de este mes mis primas, Elsa y Miriam comenzaban a desempolvar las cajas de cartón donde se hallaba guardado el Nacimiento: mulas, bueyes, ovejas, (y con el tiempo fueron aumentando: gallos, loros, asnos, caballos, incluyendo perros y elefantes), algunos pastores, los Reyes Magos, San José, la virgen María y, por supuesto el niño Jesús, todos ellos hechos de arcilla y envueltos en hojas de periódicos pasados. Además, estaban la estrella de Belén, el pasto artificial y los pliegos de papel pintados de verde, salpicados con otros colores. En toda la casa se apreciaba una algarabía de fiesta.

Años antes, cuando mi abuela materna, – la única que he conocido – estaba viva, los niños del barrio solían visitar las casas y cantar villancicos frente al nacimiento. Así que ella, como las otras vecinas, en señal de agradecimiento les daba caramelos, empanadas o un pedazo de panetón. Yo, cuánto había deseado ser parte de aquel grupo, especie de toribianitos arrabaleros, pero nunca me dieron permiso. Y es que no existía luz eléctrica en el barrio. Llegaba hasta la próxima cuadra de mi casa. Mi madre, la abuela y mi tía, siempre han creído que dentro de la oscuridad habita la maldad. Se imaginaban que me perderían en ella. Ni por acá pensaron que existía otra tiniebla, otro inminente peligro en alguna parte del camino: la poesía.

Y aunque Papá Noel jamás llegó por mi calle, no dejaba de esperar mi regalo, así sea el más sencillo, generalmente ropa, calzado o algún juguete. De este modo, a la hora de la cena, todos los primos (Sonia, Miriam, Toño y Diana) nos paseábamos luciendo flamante atuendo o viendo emocionados la función de un nuevo juguete.

Mi abuelo, hasta hoy acostumbra a colocar al niño en su pesebre, un niño que tiene más de treinta años, el dedito gordo del pie quebrado y un inconfundible pañal celeste. Desde hace buen tiempo es el único padrino. Pero ya no le pone dinero como anteriormente lo hacían sus antecesores. Solo le reza y acunándolo entre sus manos lo acerca hacia nuestros labios para darle un beso. Además, hace tiempo que nuestro Nacimiento se va reduciendo a unos cuantos animales y mi hermana Katy, quien es la que ahora persiste con la tradición, apenas necesita una repisa para poder armarlo. En los ojos del abuelo, a veces me veo niño y siento que vuelve a vernos correr por la casa, haciendo bulla, gritando. Pero ya Sonia y Diana están lejos. Toño bebiendo. Hernán y Matilde en alguna parte de la noche que invita al olvido. Sin embargo han nacido nuestros primeros sobrinos: Sofía, Alonso, Adriana, Diego y Santiago. La Navidad con ellos vuelve a tener sentido.

Bueno, lo último que acabo de decir es una manera de hacer liviana la nostalgia. El viento de la vida no ha cesado de arrojar polvo en mis ojos. No es este el mundo que yo me imaginé de niño. Era otro. Allí no había guerras, hambre, corrupción, latrocinio, comercio. Un mundo de pocos metros, pocas horas pero feliz.

Intentaré encontrarlo en mis sueños.

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